ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.31537

AUTORIDAD, VÍNCULO Y SABER EN EDUCACIÓN. TRANSMITIR UN TESTIMONIO DE DESEO

Authority, Bond, and Knowledge in Education: Transmitting a Testimony of Desire

Jordi SOLÉ-BLANCH
Universitat Oberta de Catalunya. España.
jsolebla@uoc.edu
http://orcid.org/0000-0003-0917-371X

Fecha de recepción: 05/07/2023
Fecha de aceptación: 11/12/2023
Fecha de publicación en línea: 01/07/2024

Cómo citar este artículo / How to cite this article: Solé Blanch, J. (2024). Autoridad, vínculo y saber en educación. Transmitir un testimonio de deseo [Authority, Bond, and Knowledge in Education: Transmitting a Testimony of Desire]. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 36(2), acceso anticipado, e31537. https://doi.org/10.14201/teri.31537

RESUMEN

El objetivo de este artículo parte del problema de la autoridad en la educación a fin de proporcionar algunas claves que permitan construir una posición de deseo en el educador y despertar la pasión y el deseo de saber en el sujeto de la educación. La crisis de la autoridad nos toca de lleno a todas aquellas personas que, como maestros, profesores y educadores representamos algo del sistema simbólico y el orden institucional que hace posible el lazo social. Así pues, desde el punto de vista educativo cabe preguntarse por el tipo de autoridad que habría que poder construir para que los agentes de la educación puedan seguir desempeñando su función educativa.

El conocido ensayo en torno a «La crisis de la educación» de la filósofa alemana Hannah Arendt nos permite situar y actualizar, en una primera línea reflexiva, los cambios sociales, culturales y pedagógicos que han debilitado la autoridad en el campo educativo. Posteriormente, centramos el análisis en el cuestionamiento y la reformulación de los saberes que hay que transmitir en la escuela, un cuestionamiento que ha desplazado el rol docente hacia funciones más borrosas y confusas. La pregunta en torno a los actos pedagógicos que permitirían recuperar el vínculo y la autoridad educativa sitúa el deseo de saber del agente de la educación en el centro de la discusión. En este contexto, nuestra propuesta explora cómo asumir la responsabilidad de la función educativa mediante el compromiso decidido de transmitir un testimonio de deseo, es decir, una forma de relacionarse con el mundo y con el saber, buscando así una vía que permita revitalizar el vínculo educativo entre el educador y el sujeto de la educación y, con él, el lazo social entre las generaciones.

Palabras clave: teoría de la educación; autoridad del docente; enseñanza; contenido de la educación; práctica pedagógica.

ABSTRACT

The aim of this article is to address the issue of authority in education and to provide some keys to building a position of desire in educators, while at the same time inspiring passion and a desire for knowledge in learners. The crisis of authority affects all of us who, as teachers and educators, represent a part of the symbolic system and institutional order that enables social bond. Therefore, from an educational standpoint, it is worth asking what kind of authority should be built for educators to continue fulfilling their educational role.

The well-known essay entitled «The Crisis in Education» by German philosopher Hannah Arendt allows us, in a first line of reflection, to situate and update the social, cultural and pedagogical changes that have weakened authority in the field of education. Our analysis then turns to the questioning and reformulation of the knowledge to be imparted in school, a process that has shifted the role of educators towards more ambiguous and confusing tasks and responsibilities. The question of what pedagogical actions would serve to restore the bond and authority in education places the desire for knowledge on the part of educators at the centre of the discussion. In this regard, our proposal explores how one can assume the responsibility of education through a determined commitment to transmit a testimony of desire, that is, a way of engaging with the world and knowledge, thus seeking a path towards reviving the educational bond between educator and learner and, with it, the social bond between generations.

Keywords: educational theory; teacher authority; teaching; educational content; pedagogical practice.

1. INTRODUCCIÓN

El objetivo de este artículo es plantear una reflexión en torno al problema de la autoridad pedagógica en la construcción del vínculo educativo. En la medida en que el lazo social se sostiene en las estructuras simbólicas y culturales que ordenan el mundo y regulan las relaciones sociales (esa fuente de sufrimiento del ser humano, tal y como sostenía Freud (1994) en El malestar de la cultura, aún la más dolorosa, frente a la caducidad del propio cuerpo y la supremacía de la naturaleza), es importante explorar qué capacidad tienen hoy esas estructuras en la inscripción de los sujetos en el orden simbólico que rige la sociedad.

La crisis de la autoridad nos toca de lleno a todas aquellas personas que, como educadores, representamos algo del sistema simbólico y el orden institucional que hacen posible el lazo social. Esa crisis nos recuerda que, en la educación, hallamos siempre un límite. El mismo Freud (1975, p. 249; 2006, p. 23) advertía que educar, junto a gobernar y curar, era un oficio imposible. Partiendo de esta advertencia, de este límite estructural, la cuestión radica en qué tipo de autoridad se podría recuperar o, para ser más precisos, qué actos conferirían cierta autoridad a los agentes de la educación para desempeñar su función simbólica, una función que trabaja a favor del lazo social.

En efecto, la educación es una práctica y un discurso que hace lazo social. De acuerdo con Frigerio (2017, p. 44), ocupa un lugar, ejerce una presencia, interviene en la vida de los otros, etc.; cumple, por tanto, una «función civilizadora», como diría Kant (1991, p. 9), regulando el «goce pulsional» a partir de un cierto ordenamiento simbólico (Tizio, 2003, p. 165). Entendemos aquí el discurso en los términos en los que lo hace Jacques Lacan (2006), es decir, como algo que instaura un marco de referencias simbólicas, una estructura que delimita cómo los individuos se relacionan entre sí y se establecen las interacciones sociales. Lacan distinguirá cuatro discursos: el discurso del Amo, el discurso del sujeto histérico, el discurso universitario y el discurso analítico. Cada discurso determina un tipo de lazo social diferente, entendiendo el lazo social como una forma de dominación, con excepción del discurso analítico; un lazo que, en última instancia, remite a la función social del discurso en torno a las modalidades que adopta el saber en la actualidad.

No describiremos aquí la estructura de los cuatro discursos de Jacques Lacan. Si hacemos referencia a ello es para situar la educación en la estructura propia del discurso universitario. Esta estructura delimita la posición que ocupa el agente de la educación, el sujeto de la educación y el saber en la construcción del vínculo educativo. El término «universidad», ya se habrá advertido, no solo designa la institución, sino la lógica que rige el funcionamiento de la educación formal, una lógica que busca transmitir un saber establecido y sistematizado. En este sentido, el discurso universitario representa la hegemonía del saber. «En toda pedagogía sostenida en el discurso universitario -dice Koreck (2022, p. 75)-, se trata de domesticar el goce vía el saber». La autoridad del agente de la educación emana, entonces, de ese saber. Él es el garante formal del saber. Ahora bien, ¿qué sucede cuando el saber deja de ser esa fuente de autoridad que hace posible la relación educativa? En la medida en la que la función del educador (no es la única, pero sí la principal) tiene que ver con la transmisión del saber, ¿cómo puede sostener una autoridad que se fundamenta en un saber que ha perdido su lugar, o que está siendo profundamente cuestionado como eje central de la relación educativa? ¿Qué efectos tiene esta pérdida a la hora de construir el vínculo educativo? Si en el triángulo herbartiano, el saber forma parte del vértice que hace posible la relación entre el agente de la educación y el sujeto de la educación (Herbart, 1983), ¿qué sucede cuando ese saber ha dejado de ocupar uno de los vértices que articulan el vínculo educativo? ¿Qué lo ha venido a substituir? ¿Qué podemos hacer con ello?

En este escenario de transformación y cuestionamiento del saber como fuente exclusiva de autoridad en la educación, se hace imperativo explorar nuevas formas de legitimidad y construcción de la autoridad pedagógica. ¿Cómo podemos redefinir la función del educador y el papel del saber en la construcción del vínculo educativo en un contexto donde las estructuras tradicionales se ven desafiadas? La respuesta a estos interrogantes no solo redefine la esencia de la autoridad en la educación, sino que también abre la puerta a una reflexión más profunda sobre el propósito y la dinámica del proceso educativo y la reconstrucción del lazo social en la sociedad contemporánea.

2. A PROPÓSITO DE LA AUTORIDAD EDUCATIVA

¿Por qué nos hacemos estas preguntas? Fundamentalmente por dos motivos. Habría un tercer motivo que tiene que ver con la deriva autoritaria de nuestras sociedades, uno de los efectos de la crisis de la autoridad en la época actual (Bassols, 2020), pero no vamos a entrar en ello. El primer motivo parte de la convicción de que la educación y, con ella, la enseñanza, no puede ejercerse sin autoridad, es más, el aprendizaje, en su sentido más profundo, tal y como sostiene Gert Biesta (2017) en El bello riesgo de educar, no se produce sin el reconocimiento de la autoridad de quien enseña. Esta convicción, lo advertimos de antemano, no tiene nada que ver, tal y como sostiene Biesta (2017), con los reclamos conservadores por el retorno del maestro como figura de autoridad (autoritaria) y control. Ahora bien, para que se produzca ese reconocimiento, quien enseña debe autorizarse, y ahí quisiéramos señalar el segundo motivo que nos ha llevado a reflexionar sobre esta cuestión. En nuestros días se observa cierta inhibición por parte de los adultos que deben ejercer esa función de autoridad simbólica. En demasiados casos, esos adultos se borran, no asumen su responsabilidad. La mayoría de las veces, se muestran muy confusos. Desde luego, nos hallamos ante un fenómeno que viene de lejos. Si lo analizamos desde el ámbito educativo, parece como si el agente de la educación no creyera en su función, o no supiera cómo llevarla a cabo, superado como está por las exigencias innovadoras o, simplemente, no se autorizara a ejercerla, aunque a veces pueda llegar a mostrarse muy severo (por tanto, muy autoritario) en la aplicación de las normas, los protocolos y los reglamentos que rigen las instituciones educativas de hoy en día, signo claro de su propia impotencia.

Ya Hannah Arendt reflexionó sobre ello en su conocido texto sobre «La crisis de la educación» al observar la deriva del sistema educativo norteamericano. El desplazamiento de «todas las tradiciones y todos los métodos de enseñanza establecidos» (Arendt, 1996, p. 190) para reformar la educación, decía la autora alemana, parte de un malentendido de las pedagogías «modernas» y «avanzadas» en torno al concepto de autoridad con el que se fundamentan tres supuestos «contraproducentes e insensatos». Veámoslos brevemente.

El primero de esos supuestos tiene que ver con el hecho de que la experiencia del niño no se configura en su relación con la experiencia del adulto. La experiencia de unos y otros emerge y se inscribe en mundos diferentes. Se parte de la premisa, tal y como podemos ver hoy en diferentes corrientes de las llamadas pedagogías alternativas, como la pedagogía no directiva, de que el niño debe gobernarse a sí mismo sin la autoridad del adulto. Todo debe pasar por el grupo infantil, por sus intereses y demandas, y es este grupo el que acaba ejerciendo la autoridad sobre cada niño individual prescindiendo de la autoridad del adulto. Si esto es así, es porque el primero en rechazar la autoridad ha sido el propio adulto, que no quiere hacerse cargo de su responsabilidad. Ahora bien, el problema de la autoridad no desaparece, sino que cambia de rostro porque se desplaza de la relación individual con el adulto hacia el interior del grupo infantil. Cada niño queda sometido, entonces, a la presión del grupo de iguales, que siempre corre el riesgo de mostrar una autoridad más fuerte y tiránica que la que podría ejercer cualquier autoridad adulta individual. No descubriremos ahora la crueldad a la que pueden llegar los niños entre sí, o el coste que tiene para cualquier adolescente el hecho de tener que integrarse a su grupo de iguales y adoptar las modas y los comportamientos del clan. De algún modo, fenómenos tan presentes en los centros educativos como el bullying y las diferentes formas de acoso escolar serían un buen ejemplo de lo que estamos diciendo. Así pues, el error principal de este supuesto –según Hannah Arendt– radica en creer que los niños tienen un mundo propio y diferenciado del mundo adulto y que no es posible que estos dos mundos puedan relacionarse entre sí. Se presupone que existen dos ámbitos de experiencia separados y no un único mundo compartido, un hecho que impide que el adulto se haga responsable frente al niño.

El segundo supuesto está relacionado con la enseñanza, con el acto de enseñar. En este caso, Hannah Arendt señala el perjuicio que ha supuesto el hecho de que la pedagogía, a raíz de «la influencia de la psicología moderna y los dogmas del pragmatismo» (Arendt, 1996, p. 193), se haya emancipado de la materia concreta que debe transmitirse, es decir, que la pedagogía se haya acabado desvinculando del propio saber. La crisis de la educación es fruto, pues, de esa pérdida del valor social del conocimiento; algo que, en la actualidad, no ha hecho más que agravarse mientras asistimos, tal y como sostiene Luri (2020), a la degradación del saber en las aulas por el entretenimiento y el dominio de una serie de competencias vacías de ideas y de contenidos. De acuerdo con este supuesto, el maestro se convierte en un técnico al servicio de una metodología o de una técnica de aprendizaje mientras pierde la fuente más legítima de la que obtiene su autoridad: el dominio de los contenidos de la materia, es decir, su saber, que es lo que, en definitiva, debe hacer circular en su relación con los alumnos, en la medida en la que él es alguien que, «se mire por dónde se mire, sabe más y puede más que sus discípulos» (Arendt, 1996, p. 194). En el momento en el que se le dice que «no hace falta que sepa nada» o que «no tiene nada que transmitir», tal y como denuncia Bellamy (2018) en Los desheredados, porque «el niño debería lanzarse en solitario a la búsqueda de su saber, de sus decisiones morales y de su destino» (Bellamy, 2018, p. 20), se lo degrada y descalifica. En este contexto, el maestro se convierte entonces en alguien que debe contentarse «con organizar las condiciones del aprendizaje de sus alumnos» (Bellamy, 2018, p. 122), devenir un facilitador, un simple acompañante, un entrenador de competencias, un supervisor de resultados de aprendizaje, pero no alguien capaz de propiciar –tal y como sostiene el profesor Bárcena (2018)– un vínculo intelectual, ético y existencial con el alumno.

Finalmente, el tercer supuesto que señala Hannah Arendt tiene que ver con la concepción que se tiene del aprendizaje. Aquí, el learning by doing defendido por John Dewey (1967) se impone como un valor superior, sustituyendo el aprender por el hacer. Aunque Hannah Arendt pasó por alto algunas de las advertencias que el propio Dewey ya recogió en sus escritos, lo importante es destacar que, siguiendo a la filósofa alemana, el maestro deja de transmitir conocimientos porque pasa a enseñar destrezas y habilidades. No existe ningún contenido relevante que valga la pena enseñar porque toda la atención se pone en los procedimientos y la adquisición de competencias. Se impone el saber hacer sobre el propio saber, «motivar a los alumnos para la acción, antes que orientar la acción hacia el conocimiento» (Luri, 2020, p. 77). El conocimiento en sí mismo es inútil, inservible y, por tanto, la tradición enmudece. A su vez, el juego, entendido como la actividad infantil primordial, acaba sustituyendo al trabajo, a la exigencia. La contrapartida a la hora de defender este supuesto es que se mantiene al niño en el nivel infantil. Todo lo que debería preparar al niño para la entrada en el mundo de los adultos, es decir, el hábito de trabajar y no el de jugar, adquirido poco a poco, se deja de lado para favorecer la autonomía del mundo de la infancia.

Con este supuesto se acaba otorgando al mundo infantil y a la fórmula pragmática, es decir, al nexo que se establece entre el hacer y el saber, así como la forma de aprender del niño a través del juego, un carácter absoluto. Esto no quiere decir que el juego no sea una actividad importante para la adquisición de los aprendizajes. Como es sabido, anticipa rendimientos futuros, es una actividad fundamental para el desarrollo psíquico del niño. Lo que hace Hannah Arendt (1996) es señalar su carácter absoluto. Cuando la enseñanza se vacía de contenido, cuando se prescinde de los bienes científicos y culturales legados por la tradición, el aula se convierte en un simple espacio de animación y entretenimiento, consolidando la existencia de un mundo infantil paralelo al mundo adulto; un mundo propio, autónomo y artificial que se rige con otras reglas.

No se puede educar, por tanto, sin enseñar. Esta sería una de las ideas clave que podemos extraer de este texto de Hannah Arendt. Una educación sin aprendizaje es un acto vacío y, en consecuencia, puede degenerar –tal y como dice la autora alemana–, «en una retórica moral–emotiva» (Arendt, 1996, p. 208), que es lo que se ha acabado imponiendo hoy en nuestras escuelas. En otras palabras, en lugar de mostrar el mundo a los niños, en lugar de enseñarles el mundo, se los empuja a dirigir la mirada hacia sí mismos (Simons y Masschelein, 2014). Se les dice que deben aprender a gestionar sus emociones, a reforzar la autoestima, a la que se le atribuye un papel central para hacer frente al malestar individual y social (Ecclestone, 2004), a promover sus talentos y todo su potencial (Bornhauser y Garay Rivera, 2023), etc., pero el efecto de todo ello es que se les acaba encerrando en su propia interioridad, en un narcisismo infantilizado, sin la posibilidad de «cultivar una disposición estudiosa con relación al mundo» (Larrosa, 2019, p. 132) ni adquirir las herramientas que les permita interpretarlo para intervenir en él y renovarlo.

Tomemos nota, pues, de esa advertencia que hace Hannah Arendt en torno a la retórica moral–emotiva. Si esta retórica ha ido ocupando la centralidad del discurso educativo en los últimos años (Solé y Moyano, 2017; Prieto, 2018; Azrak, 2020; Cabanas y González–Lamas, 2021), se debe a que hay algo del saber, de la transmisión y los aprendizajes que aparece como insuficiente. Para que exista la posibilidad de aprender –y cualquier niño tiene la necesidad de aprender algo–, debe haber alguien dispuesto a enseñar. Pero ¿qué es lo que se puede enseñar hoy en día?

3. EL LUGAR DEL SABER

Interroguémonos, pues, sobre el lugar que ocupa el saber, aquello del mundo que puede ser enseñado en nuestros días. Tal vez hubo un tiempo en el que la autoridad radicaba en el saber. Desde la Ilustración, el acceso al conocimiento devenía la nueva condición para la existencia social y política, para el ingreso en pleno derecho a la sociedad. «¡Atrévete a saber! ¡Ten el valor de usar tu propio entendimiento! ¡No aceptes dogmas ni prejuicios sin cuestionarlos! De ello depende tu autonomía y tu libertad», defendía Immanuel Kant (2004, p. 87) en ¿Qué es la ilustración? Aunque el filósofo de Königsberg estableció unos requisitos tras esa proclama (como es sabido, reservaba la libertad de servirse del propio entendimiento a las personas instruidas), los discursos emancipatorios posteriores hicieron de la alfabetización del pueblo, por ejemplo, un frente de la lucha de clases. En el período álgido del movimiento obrero, se construyeron cientos de ateneos populares con esa función: extender la cultura al pueblo como una vía de liberación y autodeterminación (Calvo, 2010). Con el paulatino asentamiento de los sistemas educativos nacionales, el título académico fue substituyendo al título aristocrático. Así, hasta hace relativamente poco, se sostenía que el hecho de estudiar, disponer de un título escolar, ofrecía ciertas ventajas, abría la oportunidad de la movilidad social, permitía proyectarse en el futuro (Rendueles, 2020). La educación, en cierta forma, inscribía su actividad en el tiempo, justificaba sus beneficios en el día de mañana. Ahora esto ha caído. Tal y como sostiene la filósofa Marina Garcés (2020b, p.140), la educación no puede sostener ya ninguna promesa. Además, las mismas condiciones del saber han cambiado. No es que el saber tenga poco peso en la sociedad; sin duda, sigue teniendo su incidencia en la división social del trabajo y las actividades que unos y otros pueden llegar a desempeñar. Además, hace años que se habla de la «sociedad del conocimiento» como pilar fundamental del progreso económico, pero una cosa es esa lectura macroeconómica y geopolítica en torno a la «economía del conocimiento» como fuerza productiva, y otra muy distinta la que tiene que ver con el saber que se pone en juego en la educación y la transmisión. Son cosas diferentes.

Por un lado, el saber se nos presenta hoy como algo desarticulado. Ya no se puede hablar de «el saber» en singular, sino de una multiplicidad de saberes y, por encima de ellos, de unos aprendizajes «imprescindibles y deseables», tal y como sostiene César Coll (2021), uno de los coautores del nuevo modelo de aprendizaje escolar. Así se recoge, de hecho, en las nuevas regulaciones normativas del currículum, un presupuesto que ha venido a desorganizar las disciplinas y las áreas de conocimiento con las que hasta ahora se ordenaban las materias, esa institucionalización del saber que se había constituido como la piedra angular de todo un sistema de institucionalización de la enseñanza, de los niveles educativos y la asistencia a clase. A lo mejor no hay que sentir ninguna nostalgia por ello. De algún modo, se abren escenarios conectados a la transversalidad (Huerta y Suárez, 2020). Sin embargo, este hecho demuestra, antes y ahora, que los saberes escolares son fruto de decisiones que no tienen nada de natural, sino que dependen de las relaciones sociales existentes.

Toda la crítica sociológica en torno a la reproducción social (Bourdieu y Passeron -1981, 2009-, Bernstein -2001-) a propósito de las formas de lenguaje que se transmiten en la escuela mediante la preeminencia de un «código elaborado» sobre el «código restringido» de los alumnos provenientes de familias y comunidades de baja escolaridad, etc.) viene a cuestionar, por ejemplo, el tipo de saber que legitima la escuela. ¿Quién tiene más probabilidades de tener éxito escolar? Los estudiantes que provienen de familias con mayores recursos económicos y culturales. Las formas de conocimiento y las habilidades valoradas por el sistema educativo no son, por tanto, ni universales ni objetivas, sino que son específicas de la cultura dominante. Así pues, aquellos que no comparten esta cultura dominante tienen menos posibilidades de tener éxito en el sistema educativo y en la sociedad en general. El saber, el conocimiento que forma parte de la transmisión (y la adquisición) escolar nunca es externo a la estructura social en el que se enmarca, es una construcción social e histórica, por ello Bourdieu y Passeron (1981, p. 27) dirán que «toda acción pedagógica es una forma de violencia simbólica en la medida que impone una arbitrariedad cultural»; una arbitrariedad que sirve para reforzar la hegemonía social de los «herederos» de los bienes culturales que configuran la cultura legítima, privilegio de las clases dominantes; para establecer distinciones, para diferenciar jerarquías en función del capital cultural, un modo de reconocimiento y distinción; en definitiva, para reproducir, a través del sistema de enseñanza, las desigualdades sociales y legitimar así el status quo (Vicente y Pich, 2020). Una arbitrariedad sobre la que, hasta ahora, se legitimaba también la autoridad educativa.

Junto a los argumentos de la sociología crítica, podríamos añadir el cuestionamiento que está llevando a cabo ahora el pensamiento decolonial al proponer una revisión crítica de los conocimientos y las prácticas que se han impuesto como universales en el campo escolar desde una perspectiva eurocéntrica y occidental a fin de descolonizar los saberes y epistemologías que han sido marginados por el pensamiento hegemónico. En efecto, en estos momentos existe un fuerte movimiento que reivindica las epistemologías del sur, es decir, el conocimiento producido desde una perspectiva situada del Sur global, hasta ahora excluido, y que viene a cuestionar la hegemonía del logos eurocéntrico (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007; Quijano, 2022). Una disputa de interpretaciones en torno al saber y lo social en la medida que los paradigmas legitimados en Occidente se articulan con las formas de acción social y producción de conocimiento corporativo propias de los procesos posfordistas de acumulación del capital. Nos hallamos, pues, en un momento en el que hay un cuestionamiento del saber legítimo de la escuela en la medida que ese saber remite a unas narrativas hegemónicas y unas formas de pensamiento que ya no pueden ser impuestas como universales en la medida que producen exclusión y perpetúan relaciones de dominación.

¿Hasta qué punto es posible establecer, entonces, cualquier tipo de jerarquía en torno al saber? Ya el propio discurso postmoderno occidental planteó el carácter fragmentario y relativo del saber (Lyotard, 1984). Todos los saberes, todas las producciones culturales, tienen el mismo valor. «El gato con botas equivale a Shakespeare», se lamentaba el filósofo francés Alain Finkielkraut (1987) en La derrota del pensamiento a finales de los años ochenta. Tras esa estela, ahora nos hallamos en un momento en el que ese relativismo en torno al saber no ha hecho más que intensificarse. Como ha puesto de manifiesto Bronner (2022) en Apocalipsis cognitivo, en la era de internet y las redes sociales, la explosión informativa y de saberes consumibles se han convertido en una presencia constante en la vida del ciudadano contemporáneo. Esta omnipresencia simbólica se desenvuelve en un entorno desregulado y horizontal, sin intermediaciones expertas ni instancias críticas intermedias, lo que da lugar a la proliferación de narrativas falsas que en estos momentos ya están siendo utilizadas para manipular las opiniones y los comportamientos de las personas. Además, y tal y como sostienen Gozálvez et al. (2021, p. 36), «lo publicado ya no sólo es contenido en el sentido fuerte de su significado, mejor o peor argumentado, sino que cada vez es más “impacto”, de manera que puede eludir cualquier filtro de calidad, contraste o veracidad».

En tiempos de la posverdad, de las fake news y la realidad alternativa, en tiempos también de una exhibición desmedida de una narratividad emocional y egocéntrica a través de las redes sociales, todo vale. Lo que cuenta es el relato personal, la reafirmación identitaria, el narcisismo de las pequeñas diferencias, la verdad de cada cual validada por el sesgo de confirmación que proporciona el algoritmo. Cualquier saber deviene, entonces, legítimo, cualquier saber es auténtico, cualquier saber es verdad; una verdad subjetiva, que depende de la forma con la que cada sujeto se relaciona con los hechos y los evoca. Por ello, cualquier saber que circule por metaverso (entiéndase aquí metaverso como una metáfora de ese mundo digital acelerado en el que se enhebran nuestras vidas) es más significativo, tiene un impacto en la existencia de los sujetos mucho más valioso y revelador que todo aquello que pueda llegar a transmitirse en la escuela (Ubieto y Arroyo, 2022), un hecho que dificulta sobremanera la posibilidad de transmitir o compartir un saber mínimo común y perdurable que favorezca el encuentro y no se pierda en la obsolescencia programada de los tiempos acelerados en los que vivimos.

Finalmente, no podemos dejar de señalar otro giro en torno al saber que afecta a todos los niveles del sistema educativo. En realidad, se trata de un desplazamiento, un relevo de un currículum basado en los contenidos por un currículum competencial, transmitiendo así «una imagen estratégica, instrumental, utilitarista de la educación» (Esteban y Gil Cantero, 2022, p. 20). Unas competencias que, además, deberán garantizar la consecución de «resultados de aprendizaje», indicador primordial, por su presunto carácter medible y objetivable, de la eficacia del sistema, de la eficiencia de cualquier propuesta pedagógica, sea para evaluar el progreso y la efectividad del proceso educativo, sea para rendir cuentas, en el ámbito de las políticas públicas, mediante la implantación de evaluaciones estandarizadas capaces de aportar evidencias. Indicador también del giro hacia la «aprendificación» de la enseñanza, por utilizar el neologismo propuesto por Gert Biesta (2017), y de la insistencia de que lo más importante, frente a la transmisión del saber, es «aprender a aprender».

Podemos señalar algunas consecuencias de ello. Hablar de aprendizaje, tal y como ha impuesto el sentido común constructivista de la enseñanza, no significa nada; no significa nada si no se relaciona con un contenido, una dirección y un objeto. El objetivo de la educación, tal y como sostiene Biesta (2017, p. 81), «nunca es solamente el que los estudiantes aprendan, sino que aprendan algo y que lo aprendan por razones específicas» y, además, que lo aprendan de alguien. «El lenguaje del aprendizaje –dice de nuevo el filósofo holandés– ha dificultado sobremanera el abordar la cuestión del objeto» (Biesta, 2017, p. 81), apenas se presta atención a ello. Además, «el hecho de que el “aprendizaje” sea un término individualista e individualizador», en la medida que solo se puede aprender por uno mismo, es decir, que nadie puede aprender por otro, «(…) ha desplazado la atención de la importancia de las relaciones en los procesos y prácticas educativas y, por tanto, ha hecho mucho más difícil explorar cuáles son realmente las responsabilidades y tareas particulares de los profesionales de la educación» (Biesta, 2017, pp. 81–82). Al decir de Bianca Thoilliez (2022, p. 67), «el aprendiz autónomo eclipsa el siempre necesario movimiento de transmisión» y, por tanto, la función educativa de esos profesionales. Puesto que la atención se pone en el aprendizaje, «la capacidad de los docentes de implicarse en las áreas normativas y políticas de su trabajo» acaba teniendo un «impacto negativo» (Biesta, 2017, p. 82).

El discurso del aprendizaje, por obvio que parezca, acaba cuestionando profundamente el estatuto que debe ocupar el objeto de ese aprendizaje. La centralidad que, desde hace unos años, ha ocupado la competencia de aprender a aprender pone de manifiesto hasta qué punto el verdadero interés reside en el control de los propios procesos de aprendizaje para ajustarlos a los tiempos y las demandas de las tareas y actividades que conducen al aprendizaje. Nótese en esta afirmación el sentido de los términos que se utilizan en los documentos oficiales. De lo que se trata, pues, es de aprender a gestionar el propio comportamiento.

Desde estos planteamientos –dice Marina Garcés (2020a, p. 39)– aprender a aprender tiene que ver con la organización y la gestión del aprendizaje en cualquier contexto y siempre bajo un mismo criterio: hacer los procedimientos más eficaces y adaptables a todo tipo de tareas y requerimientos.

Nos hallaríamos, por tanto, ante «una virtud adaptativa que combina aspectos tácticos, estratégicos y motivacionales» (Garcés, 2020a, p. 39), un discurso que reduce la tarea educativa a la promoción de comportamientos que puedan ser sometidos a diferentes estrategias de control y autorregulación. Tal y como hemos expuesto en un trabajo anterior, el giro competencial de la educación, apoyado por el discurso en torno a la educación emocional, no hace más que reforzar esta idea (Solé, 2020).

4. UNA GUERRA IDEOLÓGICA Y CULTURAL CONTRA LOS JÓVENES

El pedagogo Henry Giroux (2018) señala en La guerra del neoliberalismo contra la educación superior que este giro competencial supone, además, una auténtica «guerra ideológica» dirigida contra las jóvenes generaciones, una guerra que apunta al modelado de las identidades, de los deseos y los modos de subjetividad; en definitiva, a los modos de vida.

Las reformas de los últimos años en los planes de estudio, centradas sobre todo en la enseñanza basada en las competencias y una vulgar instrumentalización vocacional y profesionalizadora destinada a producir especialistas, tecnócratas y trabajadores cualificados, se orientan en esta dirección. Toda la retórica en torno a la meritocracia y la promoción de los talentos solo refuerza una visión instrumental de la educación, así como un antiintelectualismo que vive obcecado por preparar a las nuevas generaciones para ocupaciones futuras en las que, nada menos, está en juego el progreso, pero que nadie es capaz de imaginar. El valor cultural de la educación ha sido relegado a cambio de una vaga formación profesional cuyo único objetivo es «satisfacer la necesidad de capital humano» (Giroux, 2018, p. 76); una capacitación que, además, debe extenderse a lo largo de la vida en un proceso ininterrumpido de formación continua sometido al rapaz mercado de las microcredenciales con el objetivo de adquirir un amplio portafolio de competencias ocupacionales, siempre provisionales y susceptibles de ser reemplazadas, con el que cada cual, convertido en emprendedor de sí mismo, debe lanzar el producto del yo-marca más competitivo a un mercado de trabajo que ofrece escasas expectativas y mucha precariedad.

Este marco ideológico que hay que poder leer tras el discurso de las competencias implica una concepción aislada del saber, de naturaleza preferentemente técnica, instrumental y profesionalizante; un saber desvinculado de los problemas sociales y asuntos públicos, generando una cultura de la incompetencia crítica que, de acuerdo con Giroux (2018), acaba por socavar las condiciones que permitirían a los estudiantes convertirse en agentes políticos, comprometidos con la acción social. Por el contrario, se defiende una forma de educación dirigida a la consecución de las aptitudes de aprendizaje con mayor salida comercial, «aptitudes verificables encaminadas a producir éxito económico», tal y como sostiene la filósofa Martha Nussbaum (2011, p. 19), lo que implica abrazar una ética de la competitividad y la supervivencia del más apto en el agónico combate por el capital económico.

Por supuesto, sabemos que formarse implica de algún modo la necesidad de profesionalizarse y ganarse la vida, dado que la autosuficiencia es el privilegio de unos pocos; ahora bien, ¿debemos reducir la razón pedagógica a la estricta razón económica? ¿Lo único que puede dar sentido a la escuela son los aprendizajes funcionales, las competencias y las habilidades que mejor se adapten a un mundo reducido a un gran mercado global? ¿Hay alguna posibilidad de articular alguna forma de resistencia a la guerra cultural e ideológica que se está llevando a cabo contra las nuevas generaciones?

5. TRANSMITIR EL DESEO DE SABER

El cuestionamiento y la reformulación de los saberes que hay que transmitir en la escuela, tal y como hemos visto, así como la crítica a la idea de la transmisión, esa «materialización del tipo de amor por el mundo que lleva a muchos a la práctica de la enseñanza», en palabras de Thoilliez (2022, p. 65), ¿no implica forzosamente un desplazamiento del rol docente hacia funciones menos precisas, más borrosas y confusas? ¿Qué efectos tiene, por ejemplo, concebir al profesor como un animador, un acompañante, un facilitador, un diseñador de entornos de aprendizaje, un curador de contenidos, incluso un coach educativo, tal y como defienden algunos de los modelos pedagógicos actuales, mientras se desprecia cualquier inclinación a su deseo de transmitir y compartir el mundo a las nuevas generaciones?

Si añadimos, además, el lugar que están ocupando hoy las tecnologías digitales y su capacidad para diseñar procesos instruccionales de aprendizaje y dispositivos de enseñanza programada personalizada, así como el impacto que están teniendo en la educación los avances de la internet de las cosas y la inteligencia artificial generativa, ¿hasta qué punto puede llegar a transformarse la función educativa de maestros y profesores? ¿La centralidad que están ocupando hoy los dispositivos tecnológicos y digitales en tanto que nuevos agentes educativos está substituyendo su antigua autoridad educativa? Porque es evidente que nos hallamos ante nuevos agentes educativos, convertidos en un fin en sí mismos, y no ante simples recursos tecnológicos y herramientas didácticas (Suárez-Guerrero et al., 2020; García del Dujo et al., 2021). Así pues, y retomando la estructura del discurso de Lacan, si la autoridad depende del lugar que se ocupa en esa estructura, ¿qué lugar ocupamos hoy los maestros, profesores y educadores ante los cambios que operan en torno al estatuto del saber y las condiciones que impiden, dificultan y limitan las posibilidades de su transmisión? ¿Qué podemos hacer desde ese lugar?

Desde nuestro punto de vista, debemos construir una posición. «Cuando señalamos la posición del educador -sostiene Koreck-, estamos acentuando la cuestión del deseo y el goce en juego al ejercer su función» (2022, p. 83). Tras la batalla por los saberes que deben conformar el currículum, tras la disputa por los nuevos modos de transmisión, las nuevas metodologías y las innovaciones didácticas, hallamos, tal vez, el deseo de saber.

Para que el educador pueda sostener su función, causar el deseo de saber en niños, niñas y jóvenes, suscitar su interés por aprehender -dice de nuevo Koreck -, es necesario que él mismo esté interesado, animado por un deseo de transmitir; si no es así, el saber queda como letra muerta y no llega a prender en el cuerpo de los educandos, no los impacta (2022, p. 83).

¿Podría hallarse en el deseo de saber un anclaje para reconstruir la autoridad educativa?

Hace demasiado tiempo que las nuevas generaciones crecen solas. De hecho, hay quien, como el psicoanalista y escritor italiano Massimo Recalcati (2014), ha definido la condición juvenil actual a partir del «complejo de Telémaco», un mito que evoca una realidad espiritual en la que los jóvenes y las jóvenes de hoy pueden ver reflejado su pesar. Telémaco, hijo de Ulises, espera el retorno a Ítaca de su padre después de haber tenido que partir a la guerra de Troya. El complejo de Telémaco representa esa espera, a menudo desconsolada e impotente, de la figura paterna. Más que esa figura, deberíamos precisar, lo que esos jóvenes esperan hoy es que haya alguien dispuesto a ejercer la función paterna. Si bien el desvanecimiento del esplendor y el poder de la función paterna –tal y como durante largo tiempo habían organizado todos los niveles del lazo social– viene de muchas décadas atrás, nos hallamos ante unas nuevas generaciones que les ha tocado crecer en una época que ha rechazado cualquiera «actividad educativa que asuma la responsabilidad vertical de su formación» (Recalcati, 2014, p. 117). Nadie se hace responsable del acto de educar, no hay quién se autorice a ello.

Conocemos muy bien cómo se traduce esto en el ámbito educativo, y, sin duda, aquí asistimos a una disputa que viene de lejos. El respeto sagrado a los intereses del niño, a su creación espontánea, muy presente, como decíamos más arriba, en modelos pedagógicos que defienden la educación activa y no directiva, se está llevando a cabo en la actualidad desde un extremo que ya no puede disimular el síntoma de una renuncia, el hecho de haber dimitido. Cada vez que un maestro o una maestra defiende la abstención pedagógica, abandona a los niños a sí mismos, con todas las consecuencias que ya hemos tratado al principio, sin olvidar los efectos reproductivos de las desigualdades sociales al desatender las diferencias de clase, género, origen sociocultural, etc. Pero que no se nos confunda. Lejos de querer recuperar un modelo disciplinario de la educación (asumir la «responsabilidad vertical» no va de esto), hay que entender que el niño no puede formarse solo como sujeto, necesita siempre la acción del otro, alguien dispuesto a ejercer, en palabras de Meirieu (2016, p. 134), el «deber de educar». Recalcati (2014) dice que la demanda del padre que invade el malestar de la juventud actual no es una demanda de poder y disciplina, sino una demanda de testimonio. Más allá de restablecer una autoridad meramente represiva y disciplinaria, reclaman actos, decisiones, pasiones capaces de dar testimonio, un cierto modelo de cómo poder habitar el mundo con deseo y, al mismo tiempo, con responsabilidad, a fin de hacer posible un sentido del mundo.

Habrá que apelar, entonces, a nuestra responsabilidad como profesionales de la educación. El filósofo francés Georges Gusdorf (2019) se refería a ella en tanto que el maestro es una figura de mediación en la existencia del otro, en la medida en que, lo que está en juego, es la edificación de una personalidad. Estamos obligados a dar testimonio, pues, de nuestra forma de relacionarnos con el mundo y con el saber. Es esta forma de relacionarnos con el saber, de encarnar el deseo de saber, la que permite transformar aquello que enseñamos y transmitimos, los objetos del saber, en objetos de deseo, en objetos que causan el deseo. Cada cual escogerá después sus objetos de deseo. Quizás nosotros no lo veremos –y lo más normal es que, ciertamente, no lleguemos a verlo– pero será nuestro propio deseo hacia el saber lo que dejará una impronta en el deseo del otro. Porque enseñar, etimológicamente, quiere decir esto: dejar una marca, una señal, en el otro, «lo que evidentemente no implica -tal y como nos advierte Furman (2022, p. 102)- enseñar un conocimiento, sino señalar especialmente el modo de conocerlo», en la medida que lo que se transmite es el deseo puesto en juego.

¿Cuál es, pues, nuestro deseo? ¿Sentimos un deseo profundo por aquello que enseñamos de este mundo? Quizás sean estas las únicas preguntas pedagógicas que podemos hacernos si de verdad queremos ofrecer a las nuevas generaciones alguna forma de testimonio que no solo las vincule al mundo, sino que resista a la guerra ideológica y cultural que se está llevando a cabo contra ellas.

Digámoslo de otra manera: nuestro deseo de saber es un deseo partisano. Pongámoslo a circular en la construcción del vínculo educativo, impliquemos nuestras prácticas educativas en la transmisión (Thoilliez, 2022), demos un testimonio propio en torno al deseo de saber (Recalcati, 2016) y el amor por las cosas del mundo que consideramos valiosas y que hay que poder legar y transmitir a las nuevas generaciones (Thoilliez et al., 2022). De lo contrario, acabaremos ofreciendo tan solo una ausencia, una vida disociada del sentido, desarraigada, y la garantía, ante la falta de una autoridad educativa sostenida en el deseo, de un devenir autoritario.

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